P. Héctor Arrúa SVD

Primera Lectura: Isaías 11,1-10

Si al introducir la Primera lectura, alguien dice: “lectura del ‘poeta’ Isaías”, posiblemente no se haya equivocado, sino que, intencionalmente, advierta que lo que va a proclamar es uno de los bellos poemas escritos por el Profeta. Los entendidos en las Sagradas Escrituras lo definen como “un poema mesiánico”, es decir: en él, se describen los rasgos característicos del futuro Mesías –recordemos que Mesías significa “ungido”-.

El poema empieza con dos verbos que son un canto a la vida y a la esperanza: “brotar” y “florecer”. Del viejo “tronco” de Jesé nace un retoño que echará raíces y a su sazón florecerá; es hermosa una metáfora para ilustrar el origen, fundamento y manifestación del nuevo rey que pronto será ungido. Es verdad, que al escribir el poema, Isaías se refiere a la persona del rey David, pero las descripciones que da es un claro anuncio del nacimiento, vida y misión de Jesús, nuestro Salvador (Lc. 1,26-33; 4,1.18-19).

Este Mesías al que alude el Profeta, no es un “rey cualquiera”, su realeza se funda en una unción divina, es el Espíritu Santo  quien se vuelca en plenitud sobre él y lo llena con sus dones; precisamente, es esta unción, la que le distingue de todos los demás reyes:

ü  Juzga con justicia, no se deja impresionar por las apariencias o influencias sociales ni económicas, tampoco por comentarios o rumores.

ü  Defiende justamente al desamparado y con equidad juzga al pobre.

ü Al violento no responde con violencia, sino con la fuerza persuasiva de su palabra; es la misma eficacia de  su palabra la que da muerte al impío, no matando a la persona, sino acabando con la impiedad que lo domina.

ü La justicia y la fidelidad son sus divisas indelebles que devuelven la paz, no sólo como ausencia de violencia, sino un verdadero estado de armonía y concordia en todo el orden creacional.

El ejercicio de su misión no conoce frontera alguna, ni admite la exclusión de alguien, porque este es un “árbol frondoso” que cubre todo el país, a su sombra todas las naciones encuentran acogida y a su resguardo construyen sus hogares.

Segunda Lectura: Romanos 15,4-9

La exhortación apostólica que estamos meditando la podemos dividir según cada uno de sus párrafos:

ü Finalidad de las Escrituras: es para la –nuestra- enseñanza, para que, gracias a la paciencia y el consuelo que brotan de ellas mantengamos la esperanza.

ü El deseo del Apóstol para la comunidad de Roma: es que Dios, fuente de  paciencia y consuelo les conceda vivir en armonía, para que con un sólo corazón y a una sola voz alaben a Dios, el Padre de Jesús nuestro Señor.

ü La recomendación final: es a que tengan una actitud de acogida mutua como el mismo Jesús los había acogido a ellos para la gloria de Dios. Al final del párrafo hace énfasis en que el servicio de Jesús al pueblo judío, es una muestra de la fidelidad de Dios para con ese pueblo, cumpliendo así la promesa hecha a los patriarcas y que por su gran misericordia, también los paganos –en este caso los romanos- alaban a Dios. El final es una alusión a los salmos 18,50 “Por eso te alabare entre las naciones y cantaré, Señor, a tu Nombre” y al 117,1-2 “¡Alaben al Señor, todas las naciones, glorifíquenlo, todos los pueblos! Porque es inquebrantable su amor para con nosotros, y su fidelidad permanece para siempre”.

Quiera Dios, nuestra vida sea una continua alabanza a su eterno e inquebrantable amor para con todos nosotros.

Evangelio: Mateo 3,1-12

Cuando el tiempo de Dios llegó a su plenitud, en una región montañosa y desolada cercana al río Jordán se hace escuchar con fuerza la voz del último profeta del Antiguo Testamento, que con una claridad meridiana llama a la conversión, porque el Reino de los Cielos ha llegado.

Juan, el testigo de la luz y la verdad, es la voz que clama en el desierto: “preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos”. El Evangelista lo presenta vestido como Elías (2 Rey 1,8), el profeta que debía volver a preparar el “día del Señor”. Juan es el nuevo Elías que con su vida y predicación prepara la llegada del Mesías. Como camino de preparación para esta llegada, ofrece un bautismo de conversión, acompañado de una enérgica llamada a la penitencia, porque la llegada del Reino de los Cielos exige un radical cambio de vida, no un mero “repello” superficial.

En la segunda parte del pasaje, Juan se dirige a los fariseos y saduceos con una dureza inaudita. Les reprocha su manera de pensar, que por ser del linaje de Abrahán –por el sólo hecho de ser judíos- basta para alcanzar la salvación. Les echa en cara que no basta pertenecer a un pueblo o religión, defender su cultura, tradiciones y doctrinas en relación a Dios sin ningún compromiso con la vida. Hay que dar frutos de vida.

La purificación exterior ofrecida por su bautismo, implica tener un modo de vida conforme a la voluntad de Dios; para graficar la veracidad de la conversión apela a la imagen del árbol que da “frutos de conversión”. Advierte que este “árbol de conversión” no tiene más que una sola oportunidad -y es inminente-  para producir sus frutos, porque el “hacha ya está puesto en la raíz”.

Los versículos 11 y 12 constituyen el meollo del mensaje, se refieren a Jesús, y como él Bautista desarrolla su misión allanándolo el camino. Nuevamente aparece la conversión como una condición necesaria para recibir al Señor. Juan remarca la distancia que existe entre él y Jesús, como también, manifiesta el alcance y dimensión de cada uno de los bautismos: el de Juan es un bautismo que expresa la conversión antes del juicio, mientras que el bautismo de Jesús, es con el Espíritu Santo y fuego, este bautismo es la puerta que se abre para entrar al Reino de los Cielos.

Hoy como nunca debe resonar en nosotros las palabras del Bautista:

ü  Conviértanse porque está cerca el Reino de los Cielos.

ü  Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos.

ü  Den frutos de verdadera conversión.