Queridos hermanos y hermanas de nuestra Diócesis de la Iglesia Católica de Cienfuegos: de toda la provincia cienfueguera, así como de todo el municipio de Trinidad. Nos encontramos, un años más, en nuestro querida Emisora Provincial “Radio Ciudad del Mar”, para ofrecerles el mensaje en esta Semana Santa del 2015.

Estamos viviendo el Triduo Pascual, celebrando la Pasión, la Muerte y la Resurrección de Cristo. Comenzó el Triduo ayer por la tarde con el lavatorio de los pies a los apóstoles y la institución de la eucaristía por parte del Señor. Hoy estamos en el viernes santo cuyo centro es la cruz de Cristo o Cristo crucificado. Leeremos la Pasión según San Juan que se encuentra en los capítulos 18 y 19 de su evangelio. Nos narra todo el sufrimiento de Cristo: traición, negación y abandono de sus discípulos; juicio lleno de mentiras; condenación a morir crucificado aquel a quien no se le encuentra ninguna culpa, ningún delito; ofensas de palabras hirientes; dolor físico por la flagelación, las bofetadas, coronación de espinas y la crucifixión.

 

Todo el sufrimiento de Cristo que se nos narra es sin pausa: un atardecer, una noche, un amanecer y una media tarde donde se suceden los hechos de forma seguida, sin pausas. ¡Qué angustia la del Señor! Y no debemos olvidar que Jesucristo se ofrece a la pasión, a la muerte y a la sepultura en obediencia al Padre por el perdón de los pecados de toda la humanidad, por los nuestros, por cada uno de nuestros pecados. Por esto dirá San Pablo: (Cristo) se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 9); “Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras”  (1 Cor 15, 4); “fue entregado por nuestros pecados”  (Rm 4, 25); “el Señor Jesucristo, que se entregó a sí mismo por nuestros pecados, para librarnos de este mundo perverso, según la voluntad de nuestro Dios y Padre” (Gal 1, 3-4). Cristo murió por los que estaban “muertos en (…) delitos y pecados” (Ef 2, 1). Y para que podamos decir: “Bienaventurados aquellos cuyas maldades fueron perdonadas, y cubiertos sus pecados. Dichoso el hombre a quien el Señor no imputa culpa alguna” (Rm 4, 7.8). De verdad hemos sido perdonados, hemos sido redimidos. ¡Qué bueno es Dios con nosotros! ¡Qué amor el de Cristo en su pasión y en su muerte! ¡Cómo Dios limpia nuestra vida para que podamos amar más y mejor!

En la celebración del viernes santo se nos dará a besar la cruz, la imagen de Cristo crucificado, como si besáramos el texto del evangelio de San Juan. Besemos la cruz, con el deseo de manifestar públicamente nuestro agradecimiento al que públicamente fue humillado. Besamos la imagen de Cristo crucificado que es el Hijo de Dios que murió crucificado. Porque no fue una cruz de madera la que perdonó nuestros pecados, no fue un leño, como quieren manifestar algunos lo que nos redimió,  sino alguien, un hombre, que derramó su sangre hasta agonizar.

Desde los orígenes del cristianismo se ha pintado a Cristo muriendo o muerto en el monte Calvario. Es algo que pertenece a la mediación humana de la comunicación, como una palabra escrita, para favorecer la revelación divina. La iglesia siempre ha puesto en sus templos una imagen de Cristo crucificado, para nunca olvidar a “Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos” (1 Tim 2, 5.6), y siempre recordar que “el Señor Jesucristo, se entregó a sí mismo por nuestros pecados, para librarnos de este mundo perverso, según la voluntad de nuestro Dios y Padre”  (Gal 1, 3.4). Todos estamos llamados a afirmar: “La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2, 20).

Claro que es necesario no hacer inútil para uno mismo, ni para los demás, la muerte  de Cristo. Se hace inútil esa pasión y esa muerte cuando no se pide perdón por obrar de forma contraria a la ley de Dios, o sencillamente no se considera pecado absolutamente nada. Es pecado, entre otras obras,  la mentira, el robo, la difamación, el odio a los demás, los adulterios, toda clase de lujuria, el olvido de Dios…

Cristo es llevado muerto hasta el sepulcro. De allí saldrá en menos de cuarenta y ocho horas dejándolo vacío, volviendo a la vida en su condición de inmortal. Jesucristo resucitó a algunos pero volvieron  a morir y muertos siguen en sus cuerpos. Cristo ha resucitado para no morir jamás.

Nuestra relación con Cristo en este mundo y en el cielo es y será para siempre con Cristo resucitado. El señor habiendo vencido la muerte se apareció, según nos narran los evangelios,  a sus discípulos y éstos, llenos de fe cierta en que el Maestro está vivo y con la fuerza del Espíritu Santo, lo anunciarán comenzando por Jerusalén: “Quien fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado para nuestra justificación” (Rm 4, 25; cf. Hch 2, 23.24).

Debemos reconocer que los primeros discípulos no tenían en sus manos los evangelios con los relatos de las apariciones, no tenían fotografías con el resucitado, y sin embargo lo proclaman como el hecho que ha motivado la entrega de sus vidas a la verdad del evangelio. Sí saben que han comido y bebido con Cristo resucitado. Parten de la verdad pascual: Cristo ha muerto, Cristo ha resucitado. Esto es lo que mueve la vida, la acción, la esperanza de los discípulos del Señor. Es la convicción que tiene como fundamento  los posteriores relatos de las apariciones del Señor que ha dejado el sepulcro vacío.           

La verdad de la resurrección del Señor es clave en la vida y en la predicación: “Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya dominio sobre él” (Rm 6, 9). “Quien fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado para nuestra justificación” (Rm 4, 25). ”Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos”  (2 Tim 2, 8).

Pero no se predicó ni se debe predicar sólo la resurrección de Cristo, sino también nuestra propia resurrección: “Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe” (1 Cor 15, 13.14). ”Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo”  (1 Cor 15, 21.22).

Cada año, por la primera luna llena de primavera, la Iglesia Católica celebra la Pascua del Señor. Entre ir y venir en estos últimos días he seguido en algunos momentos a nuestro satélite y he ido comprobando como día a día ha ofrecido una mayor visión y una más intensa luminosidad. De contemplar algo oscuro, tapado, casi invisible, estamos pasando a ver la totalidad del círculo que comunica un hermoso resplandor. Esa luna llena, la primera, de la nueva primavera, la de este año 2015, nos ayuda a evocar la resurrección, pues ha sido como pasar de la oscuridad del sepulcro a la luz de Cristo resucitado. Además, podremos incluso en los primeros días de la Pascua ver la luna llena, la luna cienfueguera, la luna de cristal, y recordar cómo nos vemos reflejados e iluminados en la luz de Cristo resucitado, nuestra vida para siempre. Y es que sabemos “que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre él” (Rm 6, 9).

No separarnos nunca de Cristo para no dejar de “conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacernos semejantes a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos” (Flp 3, 10.11).

Les recuerdo que tendremos el viernes santo dos procesiones del Santo entierro: en Trinidad a las 07:30PM y en la Catedral a las 09:00PM. Felices días del Triduo Pascual, no olvidando, sino sabiendo, que con Cristo vamos caminando hacia la vida eterna.