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Homilía del cardenal Stella en la S.I. Catedral de Ciego de Ávila

por Cardenal Beniamino Stella

Fotógrafo Comunicaciones Imago

Homilía del cardenal Stella en la S.I. Catedral de Ciego de Ávila 

 

Queridos hermanos y hermanas:

Me es sumamente grato encontrarme con ustedes, Iglesia de Dios en Ciego de Ávila, para celebrar la Eucaristía y agradecer al Señor por la visita de San Juan Pablo II, hace 25 años, a esta amada nación. Saludo con afecto al padre Dariusz Josef Chalupznski, administrador diocesano, al obispo emérito monseñor Mario Mestril y a los sacerdotes, diáconos, religiosas y laicos de este rebaño de Cristo. Saludo igualmente al Señor nuncio apostólico, monseñor Giampiero Gloder, y agradezco la presencia de las distinguidas autoridades que, representando al Estado cubano, han querido acompañarnos.

En el Evangelio que se nos ha proclamado en la Misa de hoy, hemos oído cómo Jesús sintetizaba su mensaje en tres frases, que quisiera comentar con ustedes.

Se ha cumplido el tiempo.

Toda la Escritura, en esa parte que conocemos como el Antiguo Testamento, puede ser comprendida como el tiempo de las promesas. En efecto, el pueblo de Israel, pueblo elegido por Dios, vive y camina en base a una esperanza. En medio de tantas vicisitudes, de altibajos económicos, de guerras y conflictos internos, del destierro, de la aparición sucesiva de potencias dominadoras en el ambiente cercano… repito, el pueblo de Israel, sobre todo, los humildes y los pobres, cultivaron la esperanza de un tiempo nuevo, un tiempo en el que reinaría la justicia y la paz de Dios. Los profetas fueron los enviados de Dios a su pueblo, para anunciar y cultivar esa esperanza.

Jesús señala ahora que finalmente, con su venida al mundo, la promesa de Dios se ha cumplido. Pablo, en su carta a los Gálatas, lo dirá así: “al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley” (Gal 4,4).

Cristo pues, con su venida al mundo, ha inaugurado un tiempo nuevo y pleno, el tiempo en el que los hombres podrán vivir como hermanos y ya no como rivales o competidores; en el que vivir humanamente será amar y servir, y no avasallar y dominar. El que no ha encontrado a Cristo, vive habitualmente según la lógica mundana. El que ha encontrado a Cristo, ha entrado en el tiempo nuevo, el de una nueva humanidad.

El Reino de Dios está cerca.

Ese nuevo modo de ser hombre y mujer ha sido posible, porque en la historia nuestra se ha introducido un elemento “nuevo”, que Jesús denomina el Reino de Dios. Israel conocía los reinos de los hombres, uno tras otro: Asiria, Babilonia, persas, Alejandro Magno y luego, los romanos, todos iguales, diversos únicamente por el grado de maldad, de corrupción y de idolatrías. Es eso lo que traen siempre al mundo los reinos construidos por los hombres, de espaldas a Dios. Ahora hay una novedad radical, que se ha acercado a los hombres.

Jesús nos asegura que Dios no quiere estar lejos, es más, Él mismo ha tomado la iniciativa de venir hasta nosotros, de buscarnos, de compartir nuestra vida. Toda la vida de Cristo mostrará esa cercanía de Dios hacia los hombres, esa proximidad hecha de ternura, de compasión, de bondad, de paz, de alegría y de amor. En Cristo, vemos cómo es Dios y cómo se es hombre en plenitud. Él nos enseña el camino, incluso más, Él es el camino (cf. Jn 14,6). Todo lo nuestro interesa a Dios. Dios ahora camina, trabaja, sufre, llora, se compadece, duerme, abraza. ¡Qué gran misterio de amor este Dios humano!

Conviértanse y crean en el Evangelio.

Ante ese don y esa novedad que es la presencia del Reino nuevo, de Cristo en medio de los hombres, se hace imperiosa la necesidad de tomar una decisión. O nos cerramos o abrimos nuestro corazón a ese Reino, a Jesucristo. La posibilidad de acoger ese don y dejarse transformar por Él es lo que se expresa con el término “conversión”.

La palabra que traducimos por conversión viene de un vocablo griego metanoeite, que significa cambio de mente, de mentalidad. No es fácil esta modificación del modo de pensar, de los criterios, de las escalas de valores. Nosotros también participamos de la mentalidad común, mundana, la de los reinos de este mundo. Queremos ser grandes como son grandes los famosos, los que tienen mucho dinero y pueden acceder a todos los placeres, los que no se limitan de nada para procurarse una vida cómoda, acumulando cosas y mostrándose exitosos ante sus semejantes. Cristo trae un modo nuevo, todo es nuevo en y con Cristo, el modo nuevo que, como escuchamos el domingo pasado, Él ha proclamado y vivido en las Bienaventuranzas.

Jesús nos enseña y nos muestra que el hombre auténtico, el verdadero, es el que da la vida, el que por amor se dona, el que perdona, el que sirve a sus hermanos, y lo hace con humildad, porque no tiene otra alegría que amar, bendecir, procurar el bien del otro.

La conversión es una gracia, y por eso la pedimos en la oración. Pero es también una tarea, un desafío que nos acompañará toda la vida. Nunca estamos convertidos del todo. Nunca podemos decir que ya somos totalmente de Cristo y que tenemos sus mismos sentimientos, criterios, actitudes y comportamientos. De ahí la importancia de la fe: Crean, dice Jesús, en el Evangelio.

Creer es el verbo con el que designamos al acto de la Fe. La fe cristiana supone creer a Cristo y creer en Cristo. Él es el Evangelio, su persona es la Buena Noticia. Creer a Cristo es creer a todo lo que nos ha dicho, adherirnos a sus enseñanzas y propuestas, a su voluntad concreta para nosotros. Creer en Cristo es confiar en Él, abandonarnos a Su Amor, en la certeza de que Él nos conoce y nos quiere, y de que nuestra vida y la del mundo no se han escapado de sus manos. Él nos entiende, nuestra vida le interesa. Él está más interesado en nosotros que nosotros mismos.

Queridos amigos: como ustedes bien saben, el Papa es el Sucesor de Pedro. Y Jesús encomendó a Pedro la misión de confirmar a sus hermanos en la fe. San Juan Pablo II vino a Cuba con ese gran anhelo en su corazón. Al llegar al aeropuerto de La Habana, así lo expresó: “Con este Viaje apostólico vengo, en nombre del Señor, para confirmarlos en la fe, animarlos en la esperanza, alentarlos en la caridad”. Los que vivimos aquellos días luminosos de su visita a Cuba, recordamos el momento de la Misa dominical en la Plaza de la Revolución “José Martí” cuando se proclamó el Credo y a las preguntas de la fórmula trinitaria, aquella gigantesca concentración respondió, alto y vibrante, por tres veces: “Sí, creo”.

La Iglesia de Dios en Cuba, que es la misma en su identidad y misión que la de siempre, pero al mismo tiempo renovada por el relevo natural de sus miembros, debe decirle cada día al Señor: “Sí, creo”. Una fe vigorosa es necesaria en este pueblo, para que la hermosa herencia recibida de los mayores y de tantos testigos valientes de Cristo, se conserve vital en las actuales y futuras generaciones. El signo de la vitalidad de la fe será justamente, la perenne conversión de la Iglesia a su Señor. Esta conversión es la que ahora pedimos en nuestra oración. Amén.

 

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